Hoy fui de visita a mi antiguo barrio y me acordé de Pessoa. Lo cierto es que no sé por qué. Quizás porque yo también me dejé arrastrar por una cierta melancolía y me envolví de una nobleza altiva, aunque no me correspondiera. Pero yo no bajaba por la Calle Nueva de Almada, sino por una más angosta sobre la que se asomaban un sinfín de feos balcones. En algunos de ellos se amontonaban trastos abandonados y en otros se extendía la ropa de la última colada como una enseña desafiante. Hacía calor, ese calor que, en el corazón del verano, se aprieta a la piel y entela el pensamiento con vendas húmedas, y sobre mí vociferan televisores y llovieron las risas nerviosas de unos críos. Aún así, me acordé de Pessoa. En algún momento, también yo me fijé en la espalda vulgar de un hombre cualquiera, aunque éste no vestía traje ni llevaba cartera alguna bajo el brazo ni un paraguas cerrado. Mi hombre, desde la distancia, parecía joven. Era robusto y de baja altura, de brazos fuertes y andares desgarbados. Camiseta, tejanos y sandalias componían su uniforme. Un tatuaje ascendía sinuoso desde el cuello de la camiseta hasta casi alcanzar la despoblada coronilla. No portaba nada, sólo un cigarrillo ardía sin prisas entre los dedos de una mano balanceándose al compás del sonido de sus sandalias sobre el asfalto. También yo sentí ternura por él. También yo entendí que era vulgar, común y humilde. También tuve la certeza de que aquel hombre dormía y soñaba, aunque yo, sin embargo, no le pude reprochar su inconsciencia ni le veneré falsamente por vivir dormido.
Continué calle abajo tras él, adoptando el ritmo de sus pasos y oliendo el hedor de su infortunio. Supe, sin saber por qué, que estaba condenado. Su prisión, su propia vida. Su delito, quizás, sólo vivir. Arrastraba su condena de no ver más allá de la siguiente esquina, el castigo de no poder soñar más allá del próximo domingo o de matener la esperanza de un trabajo nuevo que le permitiera tener dos días de fiesta por semana. ¿Dormido? No, condenado. ¿Inconsciente? No, resignado. Sentí compasión y le hubiera liberado. Pero, ¿cómo?
Al llegar a la esquina, sin embargo, giró y, como despertando del calor, levantó la cabeza y apretó el paso. Aún anduvo unos metros más hasta que se encontró con una joven que salía de un portal a su encuentro. Ella le sonrió, le abrazó y le besó con la entrega del que espera lo más ansiado. Una camiseta de tirantes, unos pantalones muy cortos y las carnes trémulas que se estrecharon contra él deseosas. Me imaginé sus pechos duros y humedecidos por el calor, me imaginé su lengua saboreando los labios del amado, me imaginé las dulces caricias sobre su piel. Algo se dijeron entre sonrisas y, poco después, desaparecieron congidos de la mano en el asombrado portal. Yo aún me quedé allí un buen rato, paralizada y desconcertada ante mi propia estupidez. ¿De qué le hubiera podido liberar yo? ¿No seré yo la condenada? Porque en aquel abrazo, en el preciso instante en que sus bocas se encontraron, fui yo la que despertó y todo el universo adquirió un sentido radical: también yo cargaría con mil infortunios y me sumergiría en mi inconsciencia, si al fin en un portal alguien me esperara para abrazarme. Y, entonces, me olvidé de Pessoa.
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