En el alféizar


...el deleite único y supremo del amor reside en la seguridad de hacer el mal.
Charles Baudelaire


DIA 1

Se agarró al marco de la ventana,
con fuerza,
anclada con las yemas a la madera.

Sentada en el alféizar,
miró al vacío.
Las piernas colgando,
los muslos en vilo,
la piel encendida y el corazón en la garganta,
aunque el mundo, allá abajo,
seguía enloquecido
sin alterarse
por una vida en el filo.

El pensamiento se le escapó,
huyó de repente sin que nada le empujara.
¿Las camas? Hechas
¿El gas? Cerrado
¿Sabría encontrar el jefe las cartas para firmar?
Pero, ¿quién recogería a Emilio a la salida del colegio?
¿Su marido? Quizás.
¿Y la cena?
Volvió a mirar a la ventana.
Alguien debería cerrarla
cuando ya no estuviera allí sentada,

traspasada,
solícita y rendida.
No se pueden dejar abiertas las ventanas,
en un santiamén
todo se pone perdido.

Ya vestida,
cogió el bolso y el abrigo.
Pensó en besarle
en la nuca
o en las nalgas,

sentarse de nuevo en el alféizar
hasta agotar la tarde.
Dormía desnudo, satisfecho,
vuelto hacia la dorada luz de poniente.
¡Quién sabe!
Quizás, un día de estos
volviese para sentarse,
entregada,
en el alféizar de la ventana.


DIA 2

Después de días y horas,
tras eternos siglos,
después de idas y venidas,
tras perpetuas esperas,
después de mañanas y tardes,
tras gélidas noches,
decidió volver a sentarse
en el deseado alféizar,
decidió sentirse de nuevo
viva.

Lentamente
deslizó el cuerpo
hasta sentarse a horcajadas
sobre la dura piedra del alféizar,
hasta sentirlo firme,
sólido y vertiginoso,
inhiesto y peligroso,
ansiado y solícito,
por fin
bajo las trémulas nalgas.
No lo había pensado,
nada había valorado,
ni sopesado,
ni evaluado,
ni meditado,
ni planificado,
sólo había deseado asomarse
de nuevo
anclada y desnuda
en su atalaya.

Con el alma abandonada,
agarrada con firmeza al marco,
clavó las uñas
hasta hacer sangrar la madera,
cerró los ojos
hasta escuchar el jadeo del viento en la cara,
se olvidó del mundo
hasta sentir la húmeda caricia
de una lengua de cielo.

¡Era tan bella la tarde
desde su alféizar!
No se veían humos ni nieblas,
no se olían heces ni orines,
no se oían gritos ni reproches.
Tampoco se distinguían arrugas
ni muecas
ni hastíos
ni ojeras
ni sermones,
ni sentía la amenaza
de las afiladas púas
del tedio infinito.
En el alféizar sólo existía
el deseo encendido
de sentirse bien sujeta
ante el vacío.

¡Era tan bella la tarde
desde su alféizar!
...

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