Mi amigo, el profesor de filosofía, me ha enviado un correo muy interesante. Al menos, él sabía que a mí me iba a interesar y yo he picado el anzuelo. De todas formas, creo que a él le hubiera gustado poder decir lo que yo afirmo sin tapujos, pero por pudor o por no desgastar una imagen absurda de escéptico irreductible, no se atreve a defenderlo abiertamente.
El caso es que hace unos días comenzamos a hablar del concepto de desobediencia civil en relación al movimiento 15M. Que si sí, que si no, que si es posible, que si no es tan fácil... Yo, por supuesto en el sí. Él que no estaba tan claro, aunque deseando que yo insistiera en mi ceguera. Al final, me prometió que pensaría en el tema y que ya me diría algo. Él, muy puritano y ortodoxo en sus cosas filosóficas, se ha encargado de buscar algún fundamento con, al menos, un cierto tufo intelectual, como si así el concepto o el horizonte adquiriera más consistencia. Es lo que tiene ser profesor de filosofía, siempre buscando el acomodo y el respaldo de la autoridad. Y algo ha encontrado.
En un email demasiado largo, dice mi amigo que un señor llamado Thoreau en el siglo XIX ya teorizaba sobre esta cuestión y que Habermas, un tipo suficientemente reconocido como para poder ser citado por algún intelectual que se precie -o se pavonee de ello-, considera que la desobediencia civil no es enfrentarse directamente a los principios del Estado democrático ni tiene nada que ver con querer desmoronar los ideales de la democracia, sino que es buscar un camino no institucional que remueva la voluntad y la conciencia política colectiva. La desobediencia civil busca el consenso, llama a la puerta de la conciencia de las personas con argumentos, como el que se da cuenta de que en el camino nos habíamos olvidado de algo importante y grita desde lejos para que volvamos a recogerlo. Parece ser que Habermas afirma que los actos de desobediencia civil utilizan la violación de las leyes, en forma simbólica y calculada, pero sobre todo pacífica, para remover la conciencia moral de toda la comunidad, forzándola a mirar donde no veían, o a revisar una cuestión o a ver un problema o a denunciar una injusticia. Pero, además, de forma legítima. Porque cuando las personas miran hacia atrás y regresan para recoger aquello que habían olvidado, o se desvían del camino para recorrer uno nuevo, dan absoluta legitimidad al nuevo horizonte. La desobediencia civil no es un acto gratuito de desaprobación ni una pataleta, sino que es innovación, es crítica, es compromiso, es entrega. Y no admitirlo es señal de nuestra esclerosis intelectual o de nuestra inmadurez acomodaticia. Que se lo pregunten a los insumisos en la década de los ochenta, a Gandhi o Luther King, a los opositores al apartheid, a las sufragistas, a los opositores a la Guerra de Vietnam, a las 140 mujeres muertas en la fábrica Triangle o a las 146 muertas en la fábrica Cotton de Nueva York, a los jóvenes de Tiananmen,... Porque se me ocurre una pregunta para estos viejos babosos y decrépitos que sacan la policía a la calle en busca de su orden y que hacen ladrar a sus voceras en los medios de comunicación: ¿Ya vivimos en el mundo feliz de Huxley? ¿Ya podemos olvidarnos de pensar?
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