Indignados o de cómo superar las mentiras de la dialéctica

Vayamos directamente al asunto y simplifiquemos lo obvio: primero, el lenguaje posibilita el pensamiento, pero a la vez lo ordena, lo estructura, le da forma (pensar es componer un discurso); segundo, pensamos la realidad desde esas estructuras lingüísticas que vamos incorporando en el proceso de socialización y desde el mismo momento en que recibimos las primeras caricias (socializarse es pensar en el idioma al que pertenecemos); tercero, la realidad toma forma y se hace inteligible gracias al lenguaje, es decir, gracias al orden que hemos incorporado hasta que nos hacemos adultos (al socializarnos hacemos inteligible o pensable la realidad, al tiempo que le damos un valor). Podríamos, pero no discutiremos ahora estas tesis. Dicho esto, me atrevo con una intuición (aquí aceptaré todas las críticas que se me puedan hacer sobre si esta intuición surge desde mi pensamiento socializado, pero preferiría enunciarla primero). A ello voy: estructuramos la realidad social de una forma dialéctica hasta recortar y limitar nuestro pensamiento y su proyección en la realidad, aniquilando así la multiplicidad y la pluralidad posible. Dicho de otro modo: se nos hace imposible pensar en todo aquello que no encaja en una estructura dialéctica de la realidad social (realidad social que se podría simplificar en: nosotros y ellos).

Creo que me ha salido muy complicado, pero intentaré explicarme. La historia de la filosofía, en buena parte, se sustenta en una visión dialéctica de la realidad. Los antiguos -pitagóricos, Parménides, Empédocles, sofistas, el socratismo, el platonismo y sus variantes, o el aristotelismo, por ejemplo- plateaban una lectura de la realidad desde una dicotomía: el enfrentamiento entre lo real y lo aparente, entre la verdad y lo falso, entre la ciencia anhelada y la burda opinión. Dicho de otra manera: enfrentamiento entre nosotros (pocos, sabios y elitistas) y ellos (muchos, ignorantes y comunes). En los filósofos ya más cercanos a nosotros –Kant, Hegel, Marx o Adorno- encontramos una lectura dialéctica de la realidad un poco más compleja: a cualquier realidad social se le opondrá otra realidad sólo imaginada o deseada al principio, pero de ese enfrentamiento u oposición surgirá otra realidad que será la síntesis o consecuencia de esa pugna dialéctica. Dicho de otro modo: o nosotros (los visionarios de la Idea) y ellos (los invidentes); o bien nosotros (los dominados) y ellos (los que nos dominan). Los más eruditos me criticarán por mi simplificación, pero aún quiero llegar más lejos.

Porque no es sólo la filosofía. La reducción dialéctica de la realidad es un hecho intelectual (que afecta al intelecto) y social (que afecta a nuestra vida en sociedad), y que se nos impone desde la autoridad (ya sea intelectual o social). Desde pequeños se nos dice: ¿a quién quieres más, a papá o a mamá?; los nenes y las nenas no son iguales; el mundo de los críos y el de los adultos; la casa y la escuela; los buenos y los malos; los tontos y los listos; los fracasados y los integrados; el amor y el odio; el trabajo y la holgazanería. Es tan potente este reduccionismo que llega a alcanzar todas nuestras perspectivas condicionando definitivamente el pensamiento.

Así, llega un momento en que nos encontramos con una realidad social y política que tiende a reducir toda lectura a una dicotomía, a una dialéctica tan potente que llega a oscurecer cualquier otra posibilidad. Algunas de esas dicotomías son difíciles de superar, pero otras son reducciones estúpidas de la realidad. Haré el ejercicio con mi estúpida realidad social y política: del PP o del PSOE; demócrata o antisistema; “normal” o “perroflauta”; nacionalista o antinacionalista; liberal o socialdemócrata; conservador o progresista; catalanista o españolista. Y otras muchas. Es difícil escapar a esos torbellinos y proclamar que ni de unos ni de otros, o que sí pero que también, o que no me importa una mierda una realidad tan pobre. Parece que no hay sitio para otras opciones y para pensar alejados de esos bucles. ¿Por qué? Pues porque la pluralidad y la multiplicidad asustan y entorpecen la identificación (o la identidad). De hecho, nadie quiere sentirse al margen de los demás, nadie quiere reivindicar un pensamiento que no se identifique con algún otro. Claro, lo entiendo: es que así nos sentimos más a gusto y protegidos.  Pero, precisamente por eso, deberíamos apoyar movimientos como el de los indignados. ¿Para sentirnos parte de un grupo? No (aunque podría ser), sino para sentir que una opinión, la nuestra, también tiene voz sin que necesariamente tenga que identificarse (alienarse) con las directrices que nos empujan hacia un lado o hacia otro, para creer que yo soy alguien que tiene pensamiento, un pensamiento que vuela, se sensibiliza y se posa allá donde cree necesario, y que no se entrega a unas siglas o a una doctrina. El sentimiento de pertenencia al rebaño nos domina. Bien, pues al menos busquemos un rebaño donde no se nos exija ser diferente de lo que queremos ser.

(Agradezco la inestimable ayuda de mi amigo el profesor de filosofía, aunque no sé si he llegado a entenderle muy bien)

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