Cuando Leandro cogió la última de las
maletas, pensó que era el momento de decirle a su hijo que tendría que
dejar de leer aquel librito. Mientras Leandro y su esposa habían estado bajando el equipaje para que Juan, su amigo andaluz, lo acomodase en el maletero del coche, Martín se había quedado allí sentado con la nariz metida en las páginas del librito, sin levantar la vista,
como si tuviera que aprovechar los últimos momentos en el piso para aprenderse
de memoria todas y cada una de las palabras, o cada uno de los trazos de las
ilustraciones. Se mantenía muy quieto, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, la cabeza gacha y el cabello negro refulgiendo con la luz del sol que entraba por la única
ventana del salón. Aquella era la mejor hora del día. Que el piso fuese un
octavo y que estuviera orientado hacia el oeste hacía que los días se alargaran
hasta que la noche ya era irremediable, pero, en todo caso, hasta mucho después
de que la oscuridad ya se hubiera apoderado de las calles del barrio encendiendo farolas y escaparates. Sí,
aquella luz sería uno de los recuerdos que llevaría consigo y que guardaría de aquella ciudad, se propuso. Pero era mejor salir ya, cuanto
antes, al menos era mejor no dejarse sorprender por la oscuridad de la noche.
Sin saber por qué, pensó que todo sería más difícil, si dejaba que la oscuridad entrara por la ventana.
-Vamos, Martín,
debemos irnos ya. Juan nos espera en el coche para ir al aeropuerto.
-Espera un
segundo, sólo me faltan unas líneas -le respondió Martín sin levantar la vista
del librito.
Martín estaba
llorando en silencio, Leandro lo sabía. También sabía que poco o nada podía
hacer para evitarlo, si no era con alguna mentira. Así que prefirió esperar a que se
agotaran las últimas líneas del librito y a que se secaran las últimas lágrimas. El
sufrimiento de un hijo siempre es infinito para un padre, pero las mentiras no
hacen más que escarbar en la herida.
Al fin, Martín
cerró el libro muy despacio, aunque sin levantar la mirada, y se quedó muy quieto durante un tiempo que se acercó mucho a la eternidad. Leandro no pudo evitar sentir que el silencio se hacía insoportablemente profundo y vacío, frío y punzante.
-Vamos, Martín, no
hagamos esperar a Juan -insistió Leandro.
-¿Y qué va a ser
de este piso? -preguntó Martín de improviso sin levantar la cabeza, como si
hubiese lanzado una pregunta sin destinatario, aunque buscando una respuesta
necesaria que le permitiera levantarse.
-No sé. Supongo
que lo comprará otro. El banco se encargará de venderlo. Eso no importa ahora.
-¡Claro que
importa! Este piso era nuestro, era nuestro hogar -escupió Martín dejando
escapar toda la furia que le comía en las entrañas-. Ahora ya no tenemos hogar,
ni dinero ni futuro, tú lo dijiste. ¿Y mis amigos? ¿Y la escuela?
-No te pongas así,
hijo -le contestó con dulzura Leandro, con toda la dulzura que le permitían la
rabia y el dolor. Se acercó a Martín y le acarició el cabello-. Volvemos a
nuestro país. Allí comenzaremos de nuevo, aquí ya no tenemos nada. Mamá y yo conseguiremos
un trabajo y después encontraremos una casa, una escuela y amigos. Algunos aún
nos recordarán y nos acogerán con alegría cuando sepan que volvemos.
-A mí no me pueden
recordar, yo nací aquí. ¿Y qué me dices de mis amigos? –Insistió Martín, aunque
ahora la voz ya surgió ahogada en un llanto irrefrenable, en un llanto que nacía
de las vísceras, del profundo dolor que se le retorcía en el interior- Yo no
conozco a nadie allí ¿Y qué pasará con Laura? Ya no la veré nunca más -y Martín lloró desconsoladamente sin poder contener el sufrimiento. Leandro
no supo qué hacer y continuó acariciando el cabello lacio y negro de su hijo
sin más intención que la de sentirlo más cerca.
Después, en el rellano,
cuando Leandro ya había cerrado la puerta con la llave, se dio cuenta de que se
habían dejado el librito dentro del piso.
-Martín, hijo,
espera. ¿Y el librito que estabas leyendo? ¿No te lo llevas?
-No, padre, ya no
lo necesito.
-Hombre, lo podrías volver a
leer en el avión.
-No, no me gusta ese libro.
Jamás lo volveré a leer –contestó Martín mientras se alejaba por el largo
pasillo camino de la escalera.
Y bajaron los
ocho pisos con la última maleta para cargarla en el coche de Juan.
Dos días después, un empleado
del banco se encontró con un librito en el suelo del piso, "Cuentos para
educar niños felices", y pensó que nadie se enteraría si lo cogía y se lo
llevaba a su hijo. Por supuesto, él tampoco pensó que podría llegar un día en que su hijo se lo dejara abandonado en un piso que ya no sería suyo.
2 comentarios:
Desgarradoramente triste, como la realidad que, por desgracia, viven hoy muchas familias y que irremediablemente afecta en mayor medida a quienes menos culpa tienen. Si a muchos de nosotros ya nos cuesta entenderlo, imagínate a un crío.
Ay, Helena... Se me ocurren tantísimos calificativos y tan pocas palabras de ánimo...
Un abrazo.
Te contesto con un nuevo post. Porque, más tarde o más temprano, seguro que conseguimos un mundo mucho mejor.
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