Después de apurar el descanso dominical con un poco de televisión, he llegado a un programa en el que comentaban los últimos lances futbolísticos de la jornada. No me gustan estos programas, pero hoy me ha hecho gracia ver a ocho -ni uno, ni dos, ni tres, ocho- señores discutiendo a voz en grito, todos a la vez y sin escucharse en absoluto, las jugadas dudosas de la jornada. Era como una clase de colegio abandonada por la maestra. Pero el caso es que algunos peinaban canas desde hacía bastante tiempo, aunque parecía que la edad no les había llegado al entendimiento ni creo que pueda hacerlo en el futuro. Eran críos discutiendo sobre si la pelotita había entrado o no, o discutiendo sobre si el árbitro quería más a los míos o a los tuyos. Críos, exactamente eran eso, críos. Lo cierto es que, como me ha llamado mucho la atención la escena y no me interesaba un pimiento lo que estaban diciendo, al final me he puesto a contar las veces que repetían una jugada sobre la que estaban discutiendo. He tenido ciertas dificultades porque a partir de la repetición 50 me he empezado a poner nerviosa. Al final he contado 73 repeticiones de una misma jugada. Con la siguiente han sido más comedidos y sólo la han repetido 45 veces -todo esto con el griterío de fondo-. Supongo que después habrán seguido discutiendo un buen rato porque han anunciado que había muchas más jugadas polémicas -ahí ha sido cuando ya he abandonado definitivamente mi análisis televisivo-. Así que he apagado la televisión y he hecho un pequeño cálculo metal. Si comentan, pongamos por caso, 10 jugadas, los telespectadores pueden estar viendo unas 600 repeticiones de jugadas al tiempo que los ocho apasionados tertulianos dicen, sin ton ni son, las tonterías que se les vienen a la cabeza. Apasionante.
Ya en algún momento anterior he confesado que me gusta ver un partido de fútbol y que disfruto del ambiente que se genera entre los amigos cuando veo un partido. Pero, claro, ver seiscientas repeticiones de jugadas que nada aclaran y escuchar a ocho señores que gritan argumentos infantiles sin orden ni concierto, no me entusiasma en absoluto. Y al pensar qué objetivo puede tener una actividad como ésa, sólo se me ocurren dos: o bien hay personas que necesitan ruido porque no pueden dormir y cualquier vocerío les va bien, o bien es que no estamos muy finos de la chaveta y necesitamos una dosis de necedad que nos aturda definitivamente. Pero claro, esos ocho señores cobran dinero por hacer el necio y, desde ese punto de vista, ellos tienen una justificación: el negocio. Lo que no entiendo es cómo a nosotros nos puede entretener esa memez tan simplona y pueril. ¿Será una cuestión genética o producto del desarrollo cultural? Dicho de otro modo, ¿será que la genética o la cultura están degenerando tanto como para llegar a convertirnos en estúpidos? O igual es que en esas tertulias futbolísticas se esconde una realidad alternativa que sólo está al alcance de ciertas mentes privilegiadas. Y si es así, por supuesto, la mía no es una de esas privilegiadas mentes. Paciencia pues.
1 comentario:
¡¡Válgame!! ¿¿¿73??? ¿Y aún les quedaban dudas? En fin...
Totalmente de acuerdo contigo.
Yo tengo el ejemplo en mi propia casa. De hecho, me hace bastante gracia ver a mi padre (aficionado aférrimo al deporte de todo tipo y a los programas que comentas) reprocharle a mi madre que pueda entretenerse con los programas dedicados a la prensa rosa.
Sin duda alguna, la misma mierda, con distinto olor (mil perdones por la ordinariez, no lo pude evitar).
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